miércoles, 24 de febrero de 2016

La luz de la resurrección

En el Evangelio de hoy (Mt 20,17-28) Jesús anuncia a los suyos, mientras suben a Jerusalén, que será entregado a la muerte por los de su propio pueblo y que resucitará al tercer día.

También el Señor nos recuerda a nosotros que éste es el camino: hay que atravesar la muerte para alcanzar la Vida que es Él mismo. Y esto cada día, a todas horas.

Pensaba que, si nos tomamos en serio nuestra condición de bautizados, la vida consiste en ir muriendo a tantas cosas para que el Señor viva en nosotros. La entrega real, sin condiciones, "sin letra pequeña", es esta muerte preámbulo de la Vida.

Porque dar la vida del todo y de verdad implica dejarla en las manos de Dios para que Él la convierta en lo que debe ser. El "cincel" del Espíritu Santo irá dando a luz en nosotros al Señor, el Modelo que el Padre tenía frente a Sí cuando nos creó.

Pienso que un comienzo para empezar a vivir entregados a Su voluntad podría ser tener presente que nuestra vida no nos pertenece. Aún más, que su plenitud depende de que la sepamos abandonar en Dios. Si procuramos no perder esto de vista, iremos encajando los pequeños fracasos -¡quién sabe si son fracasos realmente!-, lo que consideramos pérdidas a cualquier nivel, con la conciencia clara de que se integran en el plan trazado por el Amor para cada uno. Porque si aceptamos con paz nuestras pequeñas muertes puedes estar seguro que, cuando Dios quiera, podrás contemplar la Vida en la que desembocan.


Sí, del mismo modo que el río se ensancha en su desembocadura hasta tomar las dimensiones del mar, así nuestras estrecheces, sufrimientos y sinsabores, todo eso que supone muerte, vividos en medio de una entrega confiada nos llevarán al mar de la Vida. Porque, ya mismo, tantas veces al día, al fondo de cada pequeña muerte brilla la luz de la resurrección como lo hacen las estrellas en el cielo de la noche.