
Estamos viviendo un Viernes Santo especial, muy especial, porque coincide, en este año de la Misericordia, con la Encarnación. En un mismo día hacemos memoria del Misterio insondable de un Dios hecho hombre; un Dios que asumió nuestra naturaleza para liberarla del pecado y de la muerte con su propia muerte, que es el paso al Padre.
María, la doncella que, como canta bellamente el himno que proclamamos estos días, faja los pies y las manos del Dios encarnado que llora en un pesebre, es la misma que hoy, Madre de Dolores, recibe en su regazo al Hijo muerto por los hijos.
Vamos a sumergirnos en el doble Misterio que hoy se nos presenta, en feliz coincidencia, de la mano de la Virgen. Ella nos descubrirá la gloria del Señor que se manifiesta en la estrechez de su nacimiento en pobreza y de su muerte ignominiosa.
La Vida se nos entregó en el regazo de María, ese mismo regazo que hoy nos la presenta muerta en una muerte gloriosa que da muerte a nuestra muerte: ¡Vida muerta que da vida a los muertos!
Vamos a quedarnos resguardados en el abrazo tierno y cálido de la Madre junto al Cuerpo ya si vida, frío e inerte, del Hijo que vino para que tuviéramos vida abundante. Allí aguardaremos la Resurrección, porque la Vida venció a la muerte para que no temamos ya morir y vivamos para el que murió por nosotros.
