jueves, 24 de diciembre de 2015

La magnanimidad desbordante de Dios

No me acostumbro a leer este fragmento del segundo libro de Samuel (7,1-5. 8b-11. 16). En él se nos cuenta el deseo de David de construir al Señor un lugar digno para que habite entre su pueblo y la respuesta de Dios, siempre desproporcionada, a esa intención del rey.

Porque Dios nunca se deja ganar en generosidad y el que es Dueño de cielos y tierra se conmueve ante las ofrendas de nuestra pobreza colmándonos hasta límites insospechados a cambio de ese poquito con el que creemos honrarlo. Sí, David quiere construir una casa al Señor de Quien ha recibido todo lo que es y tiene. Y Dios le asegura que será Padre para su Descendiente y que su reino durará eternamente.

Ese Descendiente de David nos nace hoy. Y en Él somos tú y yo. Porque todos somos hijos en el Hijo. Este Misterio insondable que vamos a celebrar un año más, el Dios con nosotros que viene a traernos la liberación y a devolvernos el lugar de honor que corresponde al hijo, sólo admite la adoración silenciosa y la entrega de todo nuestro ser al que nos ha amado tanto.

¿Y todo esto? ¿A qué se debe este derroche de gracia inabarcable, insondable, que sólo podemos intuir a malas penas? La respuesta está al final del evangelio que se proclama en la Misa de esta mañana del 24 de diciembre (Lc 1,67-79): "Por la entrañable misericordia de nuestro Dios, nos visitará el sol que nace de lo alto, para iluminar a los que viven en tinieblas y en sombra de muerte; para guiar nuestros pasos por el camino de la paz".

Que Él, el Príncipe de la paz, sea de verdad el Dueño único y absoluto de nuestras vidas. ¡¡¡Feliz y santa Nochebuena!!!