lunes, 14 de septiembre de 2015

Contemplar la Cruz

Jesús nos dice hoy a ti y a mí lo que un día dijo a Nicodemo (Jn 3, 13-17): el amor que Dios nos tiene es tan grande, tan exageradamente inmenso, que no se contentó con demostrárnoslo de cualquier forma sino que, para que nos hiciéramos cargo de lo mucho que nos quiere, entregó a su Hijo para que todos los que crean en Él se salven.

Jesús, es elevado sobre la tierra y, pendiendo de un madero, nos devuelve la libertad, nos obtiene la salvación. Sólo pone una condición para que esta salvación se actúe en tu vida y en la mía: creer. La vida eterna es cuestión de fe.


Ponte muy cerquita de María y, junto a Ella, mira a Jesús clavado en la Cruz. La Madre te obtendrá del Cielo la gracia de que tu mirada llegue a ser una mirada contemplativa. Así, contemplando a Jesús con la ayuda de la Virgen, dile que crees lo mucho que te quiere; que crees que todas tus debilidades, límites, carencias y pecados han sido asumidos por su amor, el único capaz de hacer semejante cosa; que sabes que todo eso que menos te gusta de ti es transformado por su amor si lo abandonas en sus manos cosidas con clavos al árbol, ese árbol que se convirtió en signo de salvación en el mayor acto de entrega jamás soñado. 

Sí, el amor de Jesús, un amor llevado hasta el extremo, transformará todas esas miserias en motivo de gloria para ti y de alegría para Él porque son esas miserias las que te hacen reconocer tu dependencia del amor de Dios y las que Le dejan ser Dios en tu vida. Porque nadie excepto Dios puede transformar el mal en bien. Y Jesús lo hace redimiéndote de todo lo que te esclaviza y anula y haciendo de eso causa de unión íntima del redimido con su Redentor. Porque tú y yo ya no nos pertenecemos a nosotros mismos sino a Aquel que nos ha comprado con su Sangre Preciosísima. Y pertenecer a Dios es la gracia más grande.


Gracias, Señor, por tu Cruz; gracias por enseñarme a contemplarla; gracias por la esperanza de la que es anuncio y por la certeza de salvación que es para quienes creemos en tu redención ganada con esa Sangre que es Sangre de Dios; la Sangre que mana de tu Cuerpo llagado pendiente de la Cruz y que es el precio de nuestro rescate.