jueves, 26 de noviembre de 2015

Muerte y resurrección

En estos últimos días del año litúrgico, la Palabra de Dios no deja de anunciarnos la venida gloriosa del Señor al final de los tiempos (Lc 21,20-28). Si bien es cierto que la preceden catástrofes, Jesús, después de referirse a esos signos de su venida, nos regala siempre palabras de aliento.

Él es el Rey de la Historia y, tras la angustia y el dolor, vendrá nuestra liberación definitiva. Los signos que precederán a esta venida gloriosa son terribles, sí. Pero el Señor, al anunciárnoslos, nos hace capaces de vivirlos -y sufrirlos- en la confianza de que no tienen la última palabra sobre nosotros. Él, que es principio y fin, es quien la tiene. Y su última palabra será nuestra plenitud definitiva. Porque Él es la Vida y nosotros somos suyos.

También en nuestro día a día padecemos momentos oscuros, pequeñas o grandes tormentas, angustia, dolor y muerte. Pero también sabemos por experiencia que, si procuramos no separarnos de Jesús, todo eso pasa y vuelven la luz y la alegría. ¿Quién no ha experimentado los beneficios que le ha reportado una prueba por dura que pudiera ser? Sí, cuando echamos la vista atrás, descubrimos con gozo y agradecimiento que todo, absolutamente todo lo que nos ha sucedido ha merecido la pena... o la alegría! Y esto pasa porque Jesús es el Señor de la Historia y de tu historia y la mía.

Pido para ti y para mí que, en medio de las pruebas cotidianas, sepamos levantarnos y alzar la cabeza. Porque precisamente ellas son el anuncio de una próxima liberación. Ojalá descubramos que a cada muerte sigue su resurrección; que a cada yema sigue un brote verde que surge rompiendo y desgarrando en una explosión de vida nueva.