sábado, 25 de junio de 2016

Encarnando la Palabra

Vamos a dejarnos maravillar, junto a Jesús, por la fe del centurión, pidiendo al Señor una fe semejante a la de este hombre (Mt 8,5-17). Pero también me gustaría detenerme en un detalle que revela el comienzo de este Evangelio para que no nos pase desapercibido: antes de que el centurión hiciera su profesión de fe, nada más plantear a Jesús algo que le preocupa -la enfermedad de su sirviente-, el Señor manifiesta la firme resolución de ir a curarlo sin esperar que el romano se lo pida. Es la misma actitud ante la fiebre de la suegra de Pedro, que es curada sin que medie ninguna petición.

No resulta difícil imaginar a un Jesús que se siente inclinado de manera irresistible a remediar el sufrimiento de aquellos a quienes ha venido a salvar: el Señor tiene prisa por actuar de modo que, lo que realiza en el exterior, lleve al descubrimiento progresivo de la salvación que opera en el interior, una salvación que es curación y liberación. Sí, Jesús tiene prisa por ir desvelando a los que se encuentran con Él el mar sin orillas de Su misericordia, una misericordia que se desborda asumiendo nuestras enfermedades y limitaciones para liberarnos de ellas porque Jesús es el Salvador.

Veo en este Evangelio una invitación a no desanimarnos por nuestra falta de fe o por su debilidad. No pasa nada: Jesús toma la iniciativa y busca las formas de hacernos capaces de recibir ese don precioso que nos regala y que Él mismo se encarga de alimentar y robustecer. Vamos a meditar despacio este fragmento del Evangelio de Mateo dejando que esta Palabra, viva y eficaz, nos cale hasta el fondo, tome posesión de nuestro corazón y vaya tomando cuerpo en nosotros conformándonos con Ella. Que María, Madre de la Palabra, interceda por nosotros para que esto sea una realidad en nuestra vida.