miércoles, 9 de noviembre de 2016

Un Dios que siempre levanta

Hoy, fiesta de la dedicación de la Basílica de Letrán, el Evangelio de Juan nos recuerda la escena de la expulsión de los mercaderes del Templo (Jn 2,13-22).

Meditando las palabras del Señor que nos transmite el evangelista es fácil intuir y saborear la paz del abandono en las manos de un Dios que todo lo puede y que ha vencido a la muerte. Porque, como nos dice San Juan, cuando el Señor resucitó de entre los muertos, los suyos se acordaron de que había dicho que levantaría el templo destruido por los hombres en tres días. El templo era Su Cuerpo, apunta el discípulo amado.

La resurrección del Señor es garantía de la nuestra. También de las resurrecciones que el Señor opera en nuestra vida cada vez que es destruida, al menos en parte, por acontecimientos y personas que nos hacen sufrir, que nos hunden y amenazan con robarnos la alegría que el Señor nos regala a manos llenas en los mil y un detalles que cada día tiene con nosotros.

Ojalá que, por su infinita misericordia, cuando a lo largo del día experimentemos cualquier tipo de destrucción brille en nuestro horizonte la luz de Su gracia que viene en nuestro auxilio para levantarnos. Porque Él no permitirá que ese templo, que somos tú y yo, permanezca en su destrucción más tiempo del estrictamente necesario para que Su poder y Su gloria se manifiesten ante nuestros ojos y los de todos los que nos contemplan.