Jesús nos pide hoy a ti y a mí lo que aquel día pidió al
letrado que le preguntó qué tenía que hacer para heredar la vida eterna (Lc 10,
25-37): que amemos a Dios por encima de todo y a los demás como a nosotros
mismos.
Lo que el Señor cuenta en la parábola del buen samaritano es
un reflejo de la misericordia del propio Dios que estamos llamados a imitar
como hijos suyos que somos. Pero para amar así, haciéndonos cargo de las
heridas del hermano para aliviar su sufrimiento con todos los recursos
disponibles a nuestro alcance, es necesario haberse sentido antes amado por
Dios de esta manera.
Te animo a que consideres cómo te ha tratado el Señor cuando
ni siquiera te perdonabas a ti mismo; cómo te ha hecho sentir su amor
misericordioso de Padre en mil detalles, sirviéndose de las personas que te
rodean… Descubrir las caricias de Dios es paso imprescindible para poder
acariciar al otro; descubrir lo mucho que te ama, condición necesaria para
empezar a responder, en medio de tus propias debilidades, pecados y retrocesos
y precisamente en ellos, a tanto amor…