Hoy, día de todos los Santos, la liturgia nos propone unas
lecturas cargadas de motivos para la alegría. Se trata de una alegría auténtica,
plena, honda, verdadera, real. Sí, la alegría a la que nos llevan estas
consideraciones no nos la puede dar ni quitar nada ni nadie; sólo Dios puede regalárnosla.
La única alegría duradera, profunda y veraz es la consecuencia de
sabernos hijos de Dios -¡¡¡pues lo somos!!!-; de intuir y vislumbrar lo que ha
preparado para los que lo aman; de sabernos acompañados por Él mismo, Jesús, Dios
encarnado, que camina a nuestro lado, y de la ayuda de todos los que ya nos
esperan en el Cielo. Párate un poco a hacer silencio en la Presencia de Dios: ¿no ves sus rostros
sonrientes plenos de luz?, ¿no escuchas sus cantos de alabanza y adoración?,
¿acaso no los sientes cerca, muy cerca...?
La alegría de la que nos habla Jesús en el evangelio de
Mateo (5,1-12a) es una alegría atrevida que se arriesga a vivir las paradojas
de las bienaventuranzas que el Señor nos propone… ¿Te vas a quedar sin
experimentarla? ¿No te atreves a probar, al menos? Porque esa alegría que Jesús
vino a traer a la tierra no sólo nos espera en el Cielo; está a nuestro alcance
desde ya mismo. Y eso pase lo que pase en nuestra vida. ¿Que no te lo crees? ¿Por
qué no te arriesgas a vivir el evangelio?